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CUERPO Y ESPIRITUALIDAD: RECOLOCACIÓN DE LAS MUJERES EN LAS NARRATIVAS MEXICANAS ACTUALES

Actualizado: 30 jun 2019

Ana Gabriela Hernández González

Emory University



Ellas, las Negras Viejas, contaban lo que antes había llegado a sus oídos...


Cuando hablamos de mujeres e historia en Latinoamérica necesitamos hablar del poema Oriki para las negras viejas de antes -oriki significa elogio-, escrito por la poeta cubana Georgina Herrera. La decisión de iniciar con este poema se debe a que representa de muchas maneras un sentido de pérdida de una herencia cultural femenina latinoamericana en nuestra modernidad. El poema dice así:


Los velorios

eran el sitio exacto para que se abrieran

como libros fabulosos

en sus mejores páginas.

Ellas, las Negras Viejas, contaban

lo que antes

había llegado a sus oídos.

Pero nosotras, las que ahora

debíamos ser ellas,

fuimos contestonas,

no supimos oír.

Tomamos cursos de Filosofía,

no creímos.

Habíamos nacido demasiado cerca

de otro siglo; sólo

aprendimos a preguntarlo todo,

y, al final,estamos sin respuestas.

Ahora, en los velorios, alguien,

estoy segura, espera

que contemos lo que debimos aprender.

Permanecemos silenciosas,

parecemos

tristes cotorras mudas.

No supimos

apoderarnos de la magia de contar,

sencillamente

porque nuestros oídos se cerraron,

quedaron tercamente sordos

ante la gracia de oír (Jaramillo, 2011: 35).


La añoranza de la recuperación de una memoria contada por mujeres, unida a la pérdida de una memoria femenina latinoamericana se engloban en el poema. La experiencia de dejar en el olvido una tradición de sabiduría femenina para adoptar discursos de una tradición eurocéntrica no nos es ajeno a las mujeres actuales. Esta negación de una memoria femenina nos lleva a visualizarnos desde los cánones modernos occidentales que cuentan sobre todo la opresión de las mujeres del pasado, pero muchas veces olvidan contar las versiones de ellas mismas sobre ellas mismas, las historias paralelas de empoderamiento femenino que conviven paralelamente con las visiones eurocentristas. Este comentario inicial que hago tiene la intención de cuestionar las percepciones de lo que significa el empoderamiento en una sociedad eurocéntrica, moderna. Mis preguntas básicas son: ¿eran las mujeres viejas más empoderadas que nosotras mismas? ¿Qué tenía este pasado femenino para aportar a nuestros cuerpos y a nuestras identidades y por qué lo hemos dejado al margen?¿Hasta qué punto la modernidad ha podido abarcar nuestras memorias femeninas locales? Oriki para las negras viejas de antes engloba básicamente lo que las mujeres modernas hemos tenido que olvidar para incluirnos en la modernidad. Pregunto entonces: ¿este olvido implica ser colonizadas? Posiblemente dejar a un lado la memoria de las mujeres viejas sabias nos ha imposibilitado para construirnos en nuestros propios cuerpos morenos y nos nos ha dotado tampoco de una forma para construirnos fuera de ellos.


Prehispánicos. María Paula Hinojosa
¿eran las mujeres viejas más empoderadas que nosotras mismas? ¿Qué tenía este pasado femenino para aportar a nuestros cuerpos y a nuestras identidades y por qué lo hemos dejado al margen?¿Hasta qué punto la modernidad ha podido abarcar nuestras memorias femeninas locales?

Hemos dejado las voces de las mujeres viejas negando el contexto profundo de nuestras realidades diversas para visualizarnos como parte de Occidente. Ahora y en el pasado, la feminidad mexicana, en el contexto de la modernidad eurocéntrica, es la de una mujer oprimida. Una mujer limitada en el binario Ave-Eva. Sin embargo somos mucho más, somos el concepto femenino de nuestras herencias indígenas y africanas. Y me pregunto más concretamente: ¿cómo habría sido nuestra modernidad si hubiéramos podido incluir por ejemplo la visión divina de las diosas y los dioses sexuales del mundo prehispánico y/o africano? Por ejemplo Tlazoltéotl, diosa de la fecundidad y placer sexual, o Xoxhiquétzal, protectora de la prostitución y de la sexualidad que además tenía su contraparte masculina, Xochipilli, el protector de la prostitución masculina y las relaciones homosexuales. O bien, si en nuestro recuerdo existiera el concepto de la flor adulterina, esa especie de alcachofa con bulbo en forma de pene que las mujeres prehispánicas usaban para darse placer a ellas mismas o entre ellas. ¿Cómo sería nuestra modernidad si hubiéramos aprendido las historias de las mujeres totonacas y otomíes que luchaban en las guerras y desde siempre escogieron a sus maridos por ellas mismas? Muy posiblemente habríamos aprendido a empoderarnos mucho antes que a victimizarnos. A entender que nuestros cuerpos colonizados también han sido un cuerpo de poder y placer. Pero la memoria de las mujeres viejas y sabias pasó a un plano secundario de nuestra historia, si bien no se olvidó, se mantuvo en sectores marginados.

Durante la época colonial los imaginarios femeninos jugaron un papel preponderante para construir nuestra nueva realidad. Sin embargo, mucho del empoderamiento femenino se conservó sobre todo en los espacios religiosos, los cuales disfrazaron ritos y símbolos indígenas y africanos en la tradición católica, por ejemplo la Virgen de Guadalupe como María madre de Dios y como Cuatlicue, diosa de la fertilidad, maternidad y muerte. El espacio espiritual fue un catalizador para conservar de forma paralela una memoria del empoderamiento femenino antes de la colonización española. En la época colonial, solamente desde el espacio espiritual las mujeres podían tener movilidad social, injerencia social, derecho a la escritura y al conocimiento. Este momento histórico es significativo para entender la memoria de nuestros cuerpos, por una parte empoderados, por otra victimizados, y para entender nuestra propia feminidad en nuestra modernidad. Para Partha Chatterjee nuestra modernidad, o sea, toda aquella modernidad desarrollada en los países que fueron colonizados, no significa necesariamente entrar en un sistema eurocentrista, sino sobrevivirlo, adaptarlo a las necesidades particulares de un pueblo específico (Chatterjee, 1997:14-20).

Desde este pensamiento podemos imaginar las novela históricas postcoloniales con personajes históricos femeninos mágico religiosos, como Las mujeres de la tormenta (2012), escrita por Celia del Palacio como narrativas que recuperan una memoria femenina marginada de nuestro pasado. Estas novelas retoman la época colonial como un momento eje para la construcción de nuestra modernidad; cuestionan una genealogía femenina basada solamente en la opresión y revelan el empoderamiento y resistencia femeninos desde distintos espacios simbólicos. Específicamente recuperan una genealogía femenina heredera de las culturas marginadas mexicanas, y la enlazan con el espacio espiritual y el cuerpo femenino como principales conceptos para releer y reconstruir la identidad femenina. De esta manera, las novelas postcoloniales van a participar de lo que Enrique Dussel llama “transmodernidad”, o sea, la realidad, simbólica o histórica, que podemos crear más allá del capitalismo y la modernidad, que contiene una realidad cultural plural que fue dejada afuera de “la cara” de la modernidad. Para esto, es necesario que emerjan en el primer plano las culturas que han sido excluidas y silenciadas, aunque este plano esté rodeado de eurocentrismo. Es necesario traer a flote a esas culturas que se han desarrollado con y en la cultura eurocéntrica pero que han sido relegadas y que han sobrevivido hasta el presente como culturas vivas, ya sea por su recuperación o por su continuidad como culturas secundarias (Dussel, 2002: 234).


La transmodernidad que desarrollan las novelas postcoloniales nos permite colocar una continuidad de nuestra memoria cultural femenina discolada, una continuidad que abarca nuestra tradición eurocentrista y aquellas tradiciones fuera de ella. Las mujeres de la tormenta, por ejemplo, recupera las voces de las hechiceras afromexicanas y las conecta con una tradición que ha perdurado en espacios específicos de la cultura mexicana como en la santería.

Dicen que se aparecen. María Paula Hinojosa

La transmodernidad que desarrollan las novelas postcoloniales nos permite colocar una continuidad de nuestra memoria cultural femenina discolada, una continuidad que abarca nuestra tradición eurocentrista y aquellas tradiciones fuera de ella. Las mujeres de la tormenta, por ejemplo, recupera las voces de las hechiceras afromexicanas y las conecta con una tradición que ha perdurado en espacios específicos de la cultura mexicana como en la santería. Las mujeres de la tormenta enfatiza dos puntos: la fuerza espiritual femenina o bien el empoderamiento femenino desde espacios mágico espirituales, y la recuperación del cuerpo femenino. En la novela, estos dos puntos desarrollados en personajes femeninos coloniales están directamente ligados con los deseos femeninos actuales del ser “modernas” en sus diversas connotaciones, o como dice Chatterjee: “es porque queremos ser modernos que nuestro deseo de ser independientes y creativos es transportado a nuestro pasado” (Chatterjee, 1997:20). Esta modernidad a la que pertenecen las novelas postcoloniales, es una “modernidad que una vez fue colonizada” (Chatterjee, 1997:20. Las traducciones son mías).

La genealogía femenina de hechiceras en Las mujeres de la tormenta pasa por la tradición femenina y no por una línea patriarcal. Las oraciones religiosas de las hechiceras recrean oraciones reales, como la oración a Santa Marta, en donde se reproducen plegarias tanto al bien, Dios, como al mal, Satanás. Una unidad entre el bien y el mal mejor relacionada con la cosmogonía religiosa indígena que con las creencias católicas ortodoxas. Esta hechiceras tienen una relación directa con lo divino, no necesitan un padre mediador. Esto significa la recuperación de lo femenino no sólo como parte del empoderamiento social sino como una ruptura entre la tradición judeocristiana que no reconoce el poder femenino divino. El espacio espiritual funciona como una reivindicación de la mujer y de su cuerpo, de la mujer como creadora de vida espiritual y como creadora de placer sexual.

Aunque del Palacio reescribe la opresión, su visión de la espiritualidad unida al cuerpo busca diversificar al yo femenino desde una realidad transmoderna. La novela reescribe algunas de las leyendas y personajes históricos coloniales, también crea algunos personajes ficticios. En uno de los capítulos reescribe la leyenda de la Mulata de Córdoba y describe un aquelarre de hechiceras. Aunque usa la palabra aquelarre, una palabra con connotación eurocentrista, la descripción es muy diferente al aquelarre europeo. Mientras que el aquelarre es un lazo de esclavitud entre la bruja -esclava del diablo-amo-, en Las mujeres de la tormenta es un espacio espiritual entre mujeres, en donde las iniciadas descubren su poder espiritual cuando descubren sus capacidades sexuales. Esta visión, en donde se conjuga el cuerpo sexual y lo espiritual, es una recuperación de la visión africana e indígena que liga lo sagrado con lo sexual. También el espacio hechiceril es un espacio en donde a través del poder espiritual se diluyen las diferencias raciales:


[…]estaban en lo profundo de una barranca, rodeadas por los helechos gigantes, enormes mafafas y orejas de elefante. … De la maleza fueron saliendo una a una, otras mujeres desnudas, jóvenes y viejas, unas casi ancianas; mulatas, mestizas, algunas indias y representantes de todas las mezclas raciales de la Nueva España. Se saludaron sonrientes, dándole la bienvenida a la novata, mientras juntaban leña para hacer una fogata. Luego entraron a una cueva cuya boca permanecía oculta por el follaje (Palacio, 2012: 164).


El aquelarre es representado como “cosa de mujeres”, no existe un macho cabrío que represente al sistema patriarcal que subyuga, ya que obliga y esclaviza a las mujeres mediante un contrato; en este caso pareciera que las mujeres hacen un acto de voluntad entre ellas al estar ahí y por lo mismo pueden empoderarse de su cuerpo. En la ceremonia hay una gran diversidad de razas y de idiomas, toda le piden a sus diferentes dioses, según sea su origen negro, mestizo, blanco o indio, que la nueva joven sea recibida como hermana en carne y sangre (Palacio, 2012: 165). Vemos una recuperación de la memoria de la negritud dentro del multiculturalismo mexicano.

Después la descripción del rito sexual del aquelarre, que consiste en mantener relaciones sexuales con el macho cabrío, hay en la novela un reconocimiento del cuerpo y el placer femenino. El deseo de la mujer sobre su propio cuerpo:


“Dos de las mujeres se desprendieron del círculo, como si hubieran estado esperando ese momento y frotaron el cuerpo de la joven con aceites aromáticos por todas partes: sus pechos duros, el vientre plano, el sexo, que se abrió como una orquídea ante los dedos ávidos de las hechiceras, provocándole sensaciones desconocidas, hasta que las cosquillas se volvieron estertores de placer que le arquearon el cuerpo. Los cánticos parecían acompañar sus sensaciones: se volvieron más intensos. Una de las mujeres sujetó las manos de la Mulata y se hincó junto a ella, mientras que la otra separó sus piernas y la penetró con un falo de obsidiana untado de aceite, haciendo que los gritos de placer de la muchacha se hicieran más fuertes” (Palacio, 2012: 165-166).


El aquelarre de brujas, limitado en nuestra modernidad por un contrato de esclavitud, es en la novela el entendimiento de la mujer sobre su potencia espiritual y sexual. La narración no gira alrededor de la penetración con el falo sino de la diversidad de formas para dar placer: las caricias entre mujeres, los masajes, la masturbación y también el placer que otorga a las mujeres los hombres, representados en el falo.

La autora rompe con la idea patriarcal de una sexualidad homogénea y cimentada en el hombre como único dador de placer femenino. De esta manera empodera a la hechicera de su sexualidad y de su cuerpo. Al enseñarle a la Mulata “el placer de la carne”, también le están enseñando que no le pertenece a ningún hombre sino a ella misma. El placer es en sí mismo un acto individual femenino, el placer no lo produce el hombre sino el cuerpo femenino. De esta manera, se abole la idea del otro.

El aquelarre en la novela es así resignificado y contextualizado desde culturas paralelas. El cuerpo femenino es reinterpretado y su espiritualidad sustentada en sus capacidades espirituales y no en la opresión religiosa. Así, del Palacio recrea visiones culturales paralelas a la eurocentristas usando el pasado colonial y situándolo en nuestra modernidad o bien, creando nuestra transmodernidad.


Lo que vemos, lo que somos. María Paula Hinojosa


Bibliografía

Chatterjee, Partha, “Our Modernity”, en The Sephis/Codesria, 1997, pp. 3-20.

Palacio, Celia del Las mujeres de la tormenta. México: Suma de Letras, 2012.

Dussel, Enrique, “World-System and “trans-Modernity”, en Nepantla: Views from South. 3.2, 2002, p. 221-244.

Jaramillo, María Mercedes y Ortíz, Lucía, Hijas del muntu. Biografías críticas de mujeres

afrodescendientes de América Latina. Colombia: Panamericana Editorial, 2011.





Ana Gabriela Hernández González es doctora titulada por la University of New Mexico. Se especializa en literatura mexicana contemporánea y estudios coloniales. Su investigación se concentra en las representaciones de las mujeres mágico religiosas en la literatura y cultura mexicana contemporánea y colonial. Actualmente es instructora visitante en Emory University. Contacto: aghern4@emory.edu

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